La vida es lo que más se parece a la ensaladilla rusa

Manuel Contreras

La ensaladilla rusa no es una tapa, es el ADN de la hostelería. Es la madre de todas las tapas, la Khalesee del juego de platos.  Es la primera tapa que todos recordamos, esa que nuestro padre nos pedía cuando apenas llegábamos al mostrador del bar. Quizás no fuese la preferida, porque tiraba más la ración de jamón serrano, pero cuando alargábamos el brazo para hurtar una loncha nos llevábamos un cachete disuasorio en el revés de la mano mientras nos recordaba que eso era para los mayores. La ensaladilla rusa, por tanto, nos enseñó ya en la infancia a respetar los límites y nos descubrió que amar lo accesible es compatible con desear lo inalcanzable.

La ensaladilla rusa siempre estuvo ahí. Vimos pasar del tosco solomillo al whisky al lomo de sardina sobre milhojas de pistacho y romescu; de las habas con jamón al wok de hortalizas y setas con emulsión de tuétanos y trufa, pero la ensaladilla permaneció incorruptible, fiel a su propia naturaleza. La cocina necesita, como la vida, esas referencias inmutables, ese código primario al que siempre puedes mirar. Cualquier persona tiene en su biografía varios episodios de distracción, momentos en los que uno se desorienta y se mete por el camino equivocado, que a veces hasta lleva al precipicio. Es entonces cuando se necesitan referencias vitales, cuando uno se apoya en los pilares que saben que no van a ceder. La cocina es la historia de la vida, y también en ella hace falta el faro que alumbre en la tormenta, el salvavidas al que aferrarse en el naufragio.

Y no me refiero a principios morales ni dimensión espiritual. La vida es más simple que eso. Servidor tiene claro estas referencias vitales irrenunciables: el Betis en el corazón y la ensaladilla rusa en la boca. Todo lo demás es coyuntural, mutable y prescindible.

Manuel Contreras
@cooontreeras
Periodista. Subdirector de ABC de Sevilla

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